No es novedad ni noticia que el Estado espíe a sus ciudadanos, especialmente a aquellos que realizan actividades potencialmente peligrosas para los intereses de los poderosos: defensores de derechos humanos, periodistas y activistas. Es decir, aquellos que ponen luz y transparencia en las zonas de opacidad y actos del poder. Podría decirse que se trata de un ‘gaje’ del oficio inevitable.
No debería serlo, pero la política no es el reino del deber ser, sino de lo que es. Y lo que es, es que cualquier gobierno utiliza todos los recursos a su alcance para conocer los movimientos por adelantado de sus críticos. Antes se hacía de forma rudimentaria, con orejas, madrinas y detectives chinos, todos dependientes de Gobernación o del CISEN, ahora necesariamente con instrumentos tecnológicos para acceder al teléfono móvil, el dispositivo que prácticamente contiene toda nuestra información.
Todo esto viene a cuenta por el escándalo detonado derivado del reportaje del New York Times —noticia principal publicada en portada— por el espionaje a activistas, periodistas y defensores de derechos humanos a través del software Pegasus para infectar los teléfonos móviles de Loret de Mola, Aristegui, Juan Pardinas el director del IMCO, de la académica Alexandra Zapata, Salvador Camarena, Daniel Lizárraga y hasta del hijo adolescente de Aristegui. El Gobierno federal habría gastado 80 millones de dólares en la firma israelí NSO para tales actividades.
El espionaje selectivo del Gobierno federal se habría operado a través de mensajes de texto. Al principio muy generales, luego personalizados, siempre con un vínculo malicioso para darle click, un gancho para activar el software Pegasus que toma el control del teléfono a distancia remota para conocer chats, correos y fotografías.
Un caso semejante ocurrió en Puebla hace un par de años, cuando tras revelaciones de correos de la empresa Hacking Team realizadas por WikiLeaks, se descubrió que el gobierno de Moreno Valle había gastado alrededor de medio millón de euros en la compra del software espía, Exploit Galileo, verdaderamente rudimentario comparado con el Pegasus del Gobierno federal.
Las historias que se contaron en su momento nunca reseñaron el envío de mensajes de texto a teléfonos móviles de periodistas o políticos incómodos, sino apenas correos electrónicos con los vínculos al software malicioso. Se dijo que, por ejemplo, Eukid Castañón tomó toda la información del equipo que apoyaba a Ernesto Cordero en la interna contra Gustavo Madero en 2014, y así inhabilitó el ‘Día D’ a todos los operadores de Fernando Manzanilla.
Varios periodistas se dijeron afectados por el espionaje morenovallista: Ernesto Aroche, Alejandro Mondragón, Rodolfo Ruiz, Fernando Maldonado y Enrique Núñez. Seguramente fueron esos y más, por no decir casi todos, a excepción de los voceros oficiosos o empleados de los propios medios que los morenovallistas crearon en el sexenio.
Las denuncias de estos periodistas, sin embargo, quedaron como anécdota por dos hechos. Uno, nunca pudieron presentar un correo, un mensaje de texto dirigido a ellos con los vínculos maliciosos, como sí lo hicieron Loret, Aristegui y compañía, quienes mostraron los mensajes de texto que llegaron a sus teléfonos.
Dos, Loret, Aristegui y compañía presentaron una denuncia penal en la PGR por el delito de violación a las comunicaciones privadas, aunque saben que la probabilidad de una investigación real es del cero por ciento. En el caso de Aroche y compañía no llegaron a instancias legales ni estuvieron dispuestos a llevar el caso de espionaje a la arena jurídica.
¿Somos los periodistas los nuevos enemigos del Estado como publicó el NYT? Sí, si entendemos que nuestra actividad puede provocar más daño a los políticos que el crimen organizado. De hecho, la clase política de todos los partidos, es una nueva modalidad del crimen que se organiza para mantener sus privilegios y tender un cerco a la información libre. Pero así ha sido siempre y así será.
La política es la senda del mal inevitable, y en su seno vive el Arcana Imperi, el secreto de Estado. Así es el poder y por ello en las sociedades desarrolladas cualquier crimen contra periodistas es un crimen contra el público, porque los periodistas son los guardianes del bien público. Pero como esa afirmación es dudosa en México, donde los periodistas sirven a los intereses de los políticos, el público no se compromete con sus periodistas.