A sus 75 años, luego de haber sido gobernador, senador, diputado federal y local, y todo lo que se puede ser en una longeva carrera política que nunca fue manchada por el tufo de la corrupción, la designación de Melquiades Morales como Embajador en Costa Rica es el broche de oro, un ingreso dignísimo al cementerio de los elefantes que es el Servicio Exterior.
A sus 56 años, con la derrota fresca en la batalla por la gubernatura del 2016, con la tentación a la vista de contender nuevamente por un cargo de relevancia en Puebla en unos cuantos meses, siendo todavía senadora en funciones, vicepresidenta de la Cámara Alta y presidenta del Parlatino, la supuesta designación de Blanca Alcalá como embajadora de Colombia es un retiro prematuro con olor a exilio.
En la tradición priista, las embajadas para políticos sólo tienen dos significados: jubilación dorada o exilio. O como diría un tricolor en los años dorados del partidazo: una embajada se acepta pero no se agradece.
La versión de la designación difundida por Mario Alberto Mejía, ocurre cuando según otros columnistas como Jorge Rodríguez, se cocinaba un acuerdo interno entre Blanca Alcalá y Enrique Doger como punteros en las encuestas, para repartirse la candidatura al gobierno y la alcaldía de Puebla capital, desplazando de la negociación a Lastiri.
De ser cierto ese acuerdo con Doger, la embajada llega en el peor momento, cuando a la senadora ya se le había despertado el ‘apetito’ por volver a contender por la gubernatura. En ese sentido, enviarla a Colombia tiene un objetivo claro: exiliarla para sacarla de la jugada del 2018.
Incluso podría pensarse en un castigo desde Los Pinos, aunque se sabe la estima que Peña Nieto le tiene gracias a los buenos oficios de su padrino Emilio Gamboa. Blanca, además, fue multipremiada con la derrota, aunado a que el cochinito de la campaña nunca fue auditado, inmediatamente la colocaron en una vicepresidencia del Senado, le regresaron la presidencia del Parlatino y hasta la incluyeron en el CEN de Enrique Ochoa Reza con una cartera sin importancia.
Pero en los círculos de poder saben que Blanca no ha digerido la derrota, y que el destinatario de sus odios es Juan Carlos Lastiri, a quien culpa de abandonarla pese a que le prometió un fuerte activismo de su estructura. Más que a Doger, a quien en realidad la senadora aborrece es al subsecretario de la Sedatu que a la cara le ha prometido darle el mismo trato en 2018.
Aferrada a la violencia de género como causa de su derrota, Blanca se niega a ver los números que sí tienen Presidencia y el CEN tricolor: por sus altísimos negativos, una segunda candidatura es inviable, pese a que Blanca empezó a darse ánimos en los dos últimos meses. Ella se entusiasmó pensando que el aparato morenovallista no va a tener la potencia, y que los poblanos van a comprarle el papel de víctima de una conspiración que la hundió sólo por ser mujer.
Blanca niega la realidad: si una parte importante de la derrota fue provocada por la desorganización de su campaña que nunca tuvo pies ni cabeza —con Estefan y Armenta al frente—, la principal causa fueron las acusaciones de corrupción que nunca pudo aclarar referente a que no era tan blanca como presumía.
Sus constructoras, gasolinera, casas y como guinda del pastel, su Casa Blanca obsequio de los constructores favoritos en su trienio. Primero dejó correr los temas pensando que no iban a afectarle, luego se defendió diciendo que eran medias verdades, y cuando quiso empezar a aclarar, la campaña se había terminado.
Quizá en Los Pinos, o en el CEN de Ochoa Reza, se detectó que Blanca buscaría competir otra vez pese a sus altísimos negativos, o que sin competir, haría todo lo posible por hundir a Lastiri.
Ella no lo ve, aunque sus amigos en el poder lo saben: Blanca ya no suma y llegó la hora de enviarla al cementerio de los elefantes a la tierna edad de 56 años y una derrota tremenda a sus espaldas.