En esta ocasión no se aplicará aquella máxima del duque de Uzès, “Le roi est mort, vive le roi” (El rey ha muerto, viva el rey), que utilizó para enmarcar la sucesión de Carlos VI de Francia en 1422.
A las ocho de la noche del último día de febrero, no habrá papa en el gobierno de la iglesia católica y la muerte no será el referente inmediato que describa tal atmósfera. Joseph Ratzinger emprenderá un viaje que sólo cuatro de los 265 papas han realizado: el retiro. En estricto sentido, únicamente el papa Celestino V, en 1294, renunció por decisión propia. Ahora, Benedicto XVI también lo hará: “después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, dijo en latín durante un consistorio de cardenales.
La noticia le dio millones de vueltas al mundo en cuestión de segundos, comprobando que la globalización permite compartir en tiempo real emociones que se distribuyen en redes sociales.
La mayoría de las tendencias en Twitter rondaron la renuncia del papa con las etiquetas #BenedictoXVI, #elpapadimite, #dimissioniPapa, #Pope, Feb.28 y Ratzinger, entre otros. A pesar de que el Papa está presente en Twitter a través de la cuenta @pontifex, prefirió no alterar su mensaje en latín al no comunicar su renuncia a través de la red social, dejando como histórico a su último tuit: “todos somos pecadores, pero su gracia transforma y renueva nuestra vida”.
La batalla por la sucesión
El periódico The Washington Post destacó en su portal de internet que la renuncia anunciada por el propio Papa ocurre “en un momento en el que el Vaticano está aquejado de luchas intestinas por el poder”. Inmediatamente después de que el Papa concluyera la lectura de su mensaje, las conjeturas sobre la sucesión tomaron múltiples rumbos. Aquellos que llevan al lugar común como si de un concurso de belleza se tratara: ¿ya le toca a un Papa de América, África o Asia? (titular de la página electrónica del periódico Clarín), hasta aquellas conjeturas de expertos vaticanistas que apuntan dos nombres: Marc Ouellet y Angelo Scola. El primero, canadiense, presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, habla perfectamente español, inglés, francés e italiano y se resalta que es el mejor conocedor de la Iglesia en América, donde vive más de la mitad de los mil 200 millones de católicos del mundo. El segundo es italiano y presidente de la diócesis de Milán, la más influyente de Europa compuesta por mil 107 parroquias, 3 mil curas y 5 millones de habitantes. En un segundo peldaño se encuentran los siguientes nombres: el cardenal argentino Leonardo Sandri; el italiano Gianfranco Ravasi y los brasileños Joao Braz de Aviz y Odilio Pedro Scherer.
Lo que es cierto es que todas las miradas están puestas en el Colegio Cardenalicio, el llamado “club más selecto del mundo”, al que actualmente pertenecen 209 purpurados, de los que 118 tienen menos de 80 años, por lo que pueden elegir Papa según la normativa de la Iglesia.
Una herencia con espinas
A la salida de Benedicto XVI permanecerá un legado no sólo de él sino acumulado durante varias décadas: no cesa el asombro sobre los casos de pederastia en el seno de la Iglesia (la sociedad siente que los jerarcas simplemente se hacen como que no sucede nada o, en su defecto, otorgan un pellizco de monja a los responsables); la transformación de la pirámide vocacional refleja un déficit de vocación; un mundo hipermoderno ya no siente que la Iglesia genere empatía filosófica sobre una hermenéutica muy distinta a la del siglo pasado.
Sin fuerzas, se va.