Sunday, 24 de November de 2024

Un terremoto en El Vaticano

Martes, 12 Febrero 2013 00:00
En una reunión más, una noticia histórica. En Roma, ni siquiera los miembros de la Curia se esperaban la renuncia del Papa. En la sala del consistorio del Palacio Apostólico, los pocos periodistas presentes no captaron lo que estaba pasando, excepto Giovanna Chirri, quien habla latín  
  • Joan Carles Mateo/ 24 Horas



 



Era una reunión más, otro consistorio ordinario público, tradicional de los lunes por la mañana. Se hablaba de una beata mexicana, la jalisciense María Lupita García Zavala, de Guadalajara. Cansado, el Papa ordenó que la canonización de esta monja de la orden de Santa María Margarita María y de los pobres fuera el próximo 12 de mayo.



Y entonces ocurrió. El papa Benedicto XVI, nacido Joseph Aloisius Ratzinger hace 85 años y oriundo de Baviera, se sentó en su sillón papal, sacó un papel escrito de su puño y letra y comenzó a leer en un latín reposado: “actus plena libertate declaro me ministerio episcopi Romae, successoris sancti Petri, mihi per manus cardinalium die 19 aprilis MMV commissum renuntiare”.



En la sala del consistorio del Palacio Apostólico, los pocos periodistas presentes (siete, a lo sumo) no captaron lo que estaba pasando. Ninguno, excepto Giovanna Chirri, vaticanista de ANSA-AFP. Era la única reportera que hablaba latín y había comprendido claramente: “con plena libertad declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma, sucesor de San Pedro, que me concedieron los cardenales el 19 de abril de 2005”.



Estaba ocurriendo lo inaudito, lo no visto en casi medio milenio: un jefe de la Iglesia católica renunciaba. Y, por primera vez en la historia, renunciaba por el excesivo cansancio, por no tener el vigor necesario.



En el acto realizado en la sala del consistorio del Palacio Apostólico también estaban los ceremonieros pontificios, los representantes de las postulaciones, los cantores de la capilla Sixtina, los sediarios pontificios y los asistentes técnicos. Muchos de ellos comprendieron y empezaron a cruzar miradas de asombro, de incredulidad. La noticia los golpeó a todos. Nadie parecía estar enterado de antemano, ni los arzobispos Georg Gänswein, prefecto de la Casa Pontificia, ni Guido Pozzo, limosnero; ni los monseñores Leonardo Sapienza, regente de la prefectura de la Casa Pontificia, ni Alfred Xuereb, de la secretaría particular. Sólo había murmullos y desconcierto contenido.



Entonces se levantó el cardenal Angelo Sodano (decano del Colegio Cardenalicio y recurrente papable). Tomó la palabra y dijo, enfrente de Ratzinger: “santidad, amado y venerado sucesor de Pedro, como un relámpago en el cielo sereno ha resonado en este aula su conmovido mensaje. Estamos cerca de usted, santo padre, bendíganos”.



El Papa agradeció, se levantó y, sin esperar más reacciones, salió de la sala siguiendo el estricto protocolo vaticano. Con esto, el ducentésimo sexagésimo quinto Papa de la historia daba a conocer que el próximo 28 de febrero, a las 8 de la noche, abandonaría los cargos de sumo pontífice, obispo de Roma, arzobispo metropolitano de la provincia romana, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los apóstoles, príncipe de los obispos, obispo de los obispos, pontífice supremo de la iglesia universal, primado de Italia, siervo de los siervos de dios, padre de los reyes, pastor del rebaño de Cristo y soberano del Estado de la ciudad del Vaticano.



Los reporteros salieron pitando a buscar a la gente de prensa del Vaticano. Federico Lombardi, portavoz de ese Estado, no contestaba el teléfono. Los mandos medios no estaban por ningún lado. Los empleados admitían que ignoraban qué había ocurrido. Para el diario oficial de El Vaticano, L’Osservatore Romano, no había ocurrido nada.



No obstante, al fin llegaron más datos: Lombardi empezó a llamar a unos pocos reporteros. Los jefes de departamento comenzaron a difundir y a defender en términos pastorales la decisión papal; obispos e integrantes de la curia platicaban y se reunían a puerta cerrada para debatir asuntos nimios, que de pronto resultaron impostergables.



Era mediodía. La disciplina eclesial se impuso. Y en la plaza de San Pedro nadie sabía del terremoto que, puertas adentro, acababa de ocurrir. Roma seguirá siendo eterna.



 



 

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